lunes, junio 13, 2005

Un prometedor arranque que se quedó en eso

Hace al menos cinco año conocí a C. en una reunión de trabajo. A partir de ahí mis único contacto con él fue a través de los artículos que publicaba en el periódico E. un par de veces por semana. C. tenía una gran sensibilidad artística, especialmente en la literatura, en la música y la pintura. Esta cualidad que no debería ser algo extraño en una persona con inquietudes, sí lo es en nuestra época cada vez más embrutecida y banal.

Hace unos meses C. murió de repente debido a un problema cardíaco justo unas horas después de que le fuese concedido un premio más bien mediocre, pero premio al fin y al cabo. Yo solamente había hablado un par de veces con C. pero la noticia de su muerte me apenó y no pude más que dedicarle un pequeño comentario en mi blog.

Unos días después de su muerte, después de escudriñar en mi buzón como de costumbre al llegar a casa, vi sobre él una carta donde los carteros suelen dejar aquéllas cuyo destinatario no aparece en las etiquetas idenfiticativas de los buzones. Me acerqué por curiosidad para ver a quién iba dirigida y me quedé helado cuando vi que el nombre era el de C. La sensación de sorpresa no era tanto por el hecho de que C. ya no viviese cuanto por el hecho de que nunca lo había hecho en mi edificio.

Es posible que incluso aunque C. viviese jamás hubiese tenido la oportunidad de leer la carta ya que una gran parte de las que llegan a direcciones erróneas suelen perderse o almacernarse en algún sitio en el que finalmente se acaban destruyendo.

Tuve la tentación de coger la carta y leerla. Me acordé de Paul Auster y de Juanjo Millás. Esto era más propio de una novela de uno de ellos, o de los dos, que algo que normalmente ocurra en la vida real. Siempre he tenido la teoría, después de leer gran parte de su obra, que Auster y Millás se copian mutuamente. Incluso si hubiesen vivido en diferente época, creería que son uno la reencarnación del otro.

Después de mucho dudar dejé la carta donde la había encontrado y subí las escaleras hasta mi apartamento, que realmente no era mío, sino de mi novia, aunque realmente ni siquiera era de ella, sino del casero que se la había arrendado.

Todo esto sucedió ya hace algunos meses, pero no ha sido hasta hace un par de días cuando tras leer cómo Paul Auster encontró la idea para escribir la magnífica "El Palacion de la Luna" me acordé de todo aquella inexplicable historia. Y no puedo sino maldecir mi suerte por no tener el suficiente talento para de esa historia sacar al menos un pequeño relato. Porque de lo que sí estoy completamente seguro es que lo sucedido es, cuando menos, un prometedor arranque.